Los últimos días no son que digamos altos en contenido. Llegamos
a Manila, capital de Filipinas tras un vuelo bastante extraño. Creo que no
importa la cantidad de vuelos que hayamos tomado, no logro acostumbrarme y
todavía siento que nos vamos a hacer papilla cada vez que despegamos. Sobre
todo con los vuelos en aviones más chicos donde cada movimiento se siente el
doble. Debe ser la influencia del cine.
De todas maneras, lo de este vuelo en particular no fue solo
impresión mía. Todos coincidimos y decidimos que seguramente se trataba de un
piloto nuevo que hizo su debut por los aires con nosotros. ¡Que suertudos! El
despegue fue lento, no con la misma velocidad que los otros vuelos. Realmente
pensé “no le va a dar la fuerza, ¡nos vamos a matar!” Durante el vuelo hubo un
par de movimientos no muy simpáticos, y para rematar, en un momento pareció que
había agarrado un poso de aire porque empezamos a bajar (es imposible
equivocarse en eso porque te da una sensación rara en la panza) y una vez más
tuve el mismo pensamiento que en el despegue pero con una pequeña variante: “ahora
sí, esta vez nos vamos a matar”. Por suerte llegamos a destino con un aterrizaje
igualmente sospechoso.
Una vez en el diminuto aeropuerto de Clark, cuyo free shop
es del tamaño de un kiosco, caímos en la realidad que estábamos otra vez en el
mundo de los regateos y las negociaciones, cosa que odio. Pagamos el bus que
nos llevaría hasta la terminal de Pasay, cerca del hostal reservado. Nos salió
unos 400 pesos filipinos y tardó cerca de dos horas y media. El tráfico acá es
súper espeso y leeeento.
Desde Pasay, nuevamente a negociar los taxis. En esta
ocasión mi poder de negociación fue nulo. El hostal era sencillo pero estaba
bien. La ciudad de Manila no es para nada atractiva, desorganizada, lejos de
otras que hemos visto, pero por sobre todas las cosas, muy insegura a la vista.
Varios comercios tienen guardia de seguridad permanente en las puertas y
trabajan a puerta cerrada. No nos animamos a mucha cosa, así que comimos en una
pizzería que estaba en la esquina del hostal y luego volvimos. Aprovechamos el
día libre y lo usamos para descansar. Dormimos algo así como 15 horas, je.
Al día siguiente partimos desde el principal aeropuerto de
la ciudad, ahora sí de un tamaño acorde. Hasta tiene una capilla adentro, cosa
que me llamó mucho la atención. Hay controles de seguridad a la entrada, pero
son pura pinta. A la gente que le sonaba el detector de metales, les hacían una
especia de caricia en la panza que hacía las veces de cacheo y obviamente nunca
encontraban nada y los dejaban pasar.
El vuelo estuvo mejor, salvo por el hecho de que se
equivocaron de avión al despachar mi valija por lo que cuando llegamos a Puerto
Princesa ya estaba allá esperándome.
En esta oportunidad sí tuvimos un fuerte regateo con dos
empresas candidatas a llevarnos hasta El Nido. Ganó uno que se lo merecía
porque la remó bastante para garantizar la venta, diciéndome “señorito” esto, “señorito”
lo otro. Finalmente consiguió el mejor precio y aceptamos. El conductor era UN
ANIMAL. Nos llevaba a mil por una carretera ESPANTOSA de puras curvas, arreglos
en proceso, tramos de pedregullo, entre otros. Para peor, el viaje duraba unas
seis horitas, pero se sintió como todo un día.
Pero todo esto parece valer la pena, porque llegamos a la
ciudad de El Nido, donde nos encontramos con muchísimos compañeros del viaje.
Pedimos consejos para aprovechar al máximo los escasos tres días en esta
ciudad, que aparentemente se merece varios más.
Señoritoo Fer!! con todos tus comentarios de los aviones ahora si que no convenzo a Brendis de que se suba en uno!! Todo mi trabajo se acaba de ir a la basura! jeje Besotes
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