Para llegar hasta nuestro nuevo
hotel en las orillas del Río Kwai nos levantamos bastante temprano y partimos
en ómnibus. En primera instancia teníamos un viaje de una hora y algo en la que
dormimos todo el trayecto hasta llegar al primer punto de interés, el famoso
mercado flotante.
Resulta que en las inmediaciones
del Río Kwai, todo se promociona usando a éste como protagonista. Tal es así,
que existe un mercado literalmente flotante, ya que está ubicado sobre el río y
para acceder hasta ahí utilizamos unas lanchas que son muy finitas y largas y
pueden llevar hasta ocho personas cada una. Separados en grupitos paseamos por
primera vez sobre el agua del Kwai.
El mercado es bastante grande
aunque se venden básicamente las mismas
cosas que habíamos visto ya en Bangkok e incluso aquí estaban más caras. Nos
compramos nada sino que simplemente nos limitamos a recorrer y conocer. Después
de ahí volvimos a los ómnibus y nos llevaron hasta el famoso puente sobre el
Río Kwai. No es muy extenso pero si muy pintoresco. Caminamos sobre las vías
del tren y sacamos varias fotos con esta celebridad histórica.
Más tarde fuimos a comer a un
restaurante cercano al puente donde lo más rico que encontramos fueron el arroz
blanco y las papas fritas. El resto como siempre, varía entre lo agridulce, lo
picante o lo sazonado con curri…GUACALA! Simplemente no lo considero comible,
pero le ponemos buena voluntad.
Tras todo esto eran casi las dos de
la tarde. Subimos al bus por última vez para trasladarnos hasta el punto de
salida de las lanchas que nos llevarían al hotel. Eran casi como las que usamos
para ir al mercado pero un poquito más grandes. En grupos de diez personas esta
vez, navegamos por el río que tiene una correntada muy fuerte pero es
igualmente calmo. Demoramos un cuarto de hora aproximadamente para arribar al
hotel flotante que se compone de una hilera de chozas ubicadas una pegada a la
otra sobre una de las orillas del río.
El hotel es muy conocido y tiene la
particularidad de que si bien está muy lindo y limpio, no tiene electricidad.
Eso significa nada de teléfono, televisión y ni hablar de wi-fi. No hay calefón
por lo que hay que bañarse con agua fría. Es realmente desconectarse del mundo.
Todo está iluminado con faroles a queroseno que se encienden al atardecer y el
resto con linternas. Las cabañas son hechas con caña de bambú y paja, sencillas
pero coquetas.
Una de las principales atracciones
que todo aquél que se aloje en el hotel DEBE hacer es, dada la fuerte
correntada del río, tirarse en uno de los extremos del muellecito y dejarse
arrastrar por la corriente hasta el otro lado del hotel, flotando,
tranquilo…digamos que “lo más pancho”. Para volver hay que caminar de punta a
punta del hotel, pero igualmente es MUY divertido y lo repetimos una y otra
vez.
A las seis se empieza a ocultar el
sol y la visibilidad es muy poca. Cenamos a las siete en el restaurante del
lugar a la luz de los faroles, casi en penumbras, con el río como
acompañamiento musical. La verdad, ESPECTACULAR.
Como contrapartida, no hay mucho
para hacer en este lugar, ya que estamos aislados de todo y sin electricidad.
Jugamos a las cartas, conversamos tirados en las hamacas paraguayas y
finalmente a dormir. Como se podrán imaginar, la amenaza de bichos está latente
todo el tiempo. Por suerte no tuvimos que combatir con nada más grande o
peligroso que un par de cucarachas, pero otros se las vieron mano a mano con
alguna araña. Así y todo, muy agradable.
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